Pocos creadores de su tiempo ayudaron tanto a los franceses, y luego al mundo entero, como el autor de El enfermo imaginario, a salir de los quebrantos, las infamias, la coyunda y las rutinas cotidianas y a transformar las amarguras y los rencores en alegría, esperanza, contento, a descubrir la solidaridad y la importancia de los rituales y las formas que desanimalizan al ser humano y lo vuelven menos carnicero.
por Mario Vargas Llosa
Desde entonces me acostumbré a venir regularmente a la Comédie Française y lo he seguido haciendo a lo largo de más de medio siglo, en todos mis viajes a París: Francia ha cambiado mucho en todo este tiempo, pero no en la perfecta dicción y entonación de estos comediantes que convierten en conciertos las representaciones de sus clásicos.
Vine también ahora y me encontré que la Gran Sala Richelieu estaba cerrada por trabajos en la cúpula, que tomarán todavía más de un año. Para reemplazarla se ha construido, en el patio del Palais Royal, un auditorio provisional muy apropiadamente llamado el Théâtre Éphémère. El local es precario, el frío siberiano de estos días parisinos se cuela por los techos y rendijas y los acomodadores (nunca había visto algo semejante) nos reparten a los ateridos y heroicos espectadores unas gruesas mantas para protegernos del resfrío y la pulmonía. Pero todos esos inconvenientes se esfuman cuando se corre el telón, comienza el espectáculo y el genio y la lengua de Molière se adueñan de la noche.
Se representa Le malade imaginaire, la última obra que escribió Jean-Baptiste Poquelin, que haría famoso el nombre de la pluma de Molière y en la que estaba actuando él mismo la infausta tarde del 17 de febrero de 1673, en el papel de Argan, el enfermo imaginario, víctima de lo que los fisiólogos de la época llamaban deliciosamente "la melancolía hipocondríaca". Era la cuarta función y el teatro llamado entonces del Palais Royal estaba repleto de nobles y burgueses. A media representación, el autoritario y delirante Argan tuvo un acceso de tos interminable que, sin duda, los presentes creyeron parte de la ficción teatral. Pero no, era una tos real, cruda, dura e inesperada. La función debió suspenderse y el actor, llevado de urgencia a su casa vecina con una vena reventada por la violencia del acceso, fallecería unas cuatro horas después. Había cumplido 51 años y como no tuvo tiempo de confesarse, los comediantes de la compañía formada y dirigida por él, junto con su viuda, debieron pedir una dispensa especial al arzobispo de París para que recibiera una sepultura cristiana.
Buena parte de esos 51 años de existencia se los pasó Molière viviendo no en la realidad cotidiana, sino en la fantasía y haciendo viajar a sus contemporáneos -campesinos, artesanos, clérigos, burócratas, comerciantes, nobles- al sueño y la ilusión. Las milimétricas investigaciones sobre su vida de ejércitos de filólogos y biógrafos a lo largo de cuatro siglos arrojan casi exclusivamente las idas y venidas del actor J.B. Poquelin a lo largo de los años por todas las provincias de Francia, actuando en plazas públicas, patios, atrios, palacios, ferias, jardines, carpas, y, luego de su instalación en París, escribiendo, dirigiendo y encarnando a los personajes de obras suyas y ajenas de manera incesante. Y cuando no lo hacía, contrayendo o pagando deudas de los teatros que alquilaba, compraba o vendía, de tal modo que, se puede decir, la vida de Molière consistió casi exclusivamente -además de casarse con una hija de su amante y producir de paso unos vástagos que solían morirse a poco de nacer- en vivir y difundir unas ficciones que eran unos espejos risueños y deformantes, y, a veces, luciferinamente críticos de la sociedad y las creencias y costumbres de su tiempo.
Llegó a ser muy famoso y considerado por unos y otros el más grande comediante de la época, insuperable en el dominio de la farsa y el humor, pero detrás de la risa, la gracia y el ingenio que a todos seducían, sus obras provocaron a veces violentas reacciones de las autoridades civiles y eclesiásticas -el Tartufo fue prohibido por ambas en varias ocasiones- y el propio Luis XIV, que lo admiraba e invitó a su compañía a actuar en Versalles y en los palacios de París y alrededores ante la corte, y fue a menudo a aplaudirlo al teatro del Palais Royal, se vio obligado también en dos ocasiones a censurar las mismas obras que en privado había celebrado.
El enfermo imaginario no tiene la complejidad sociológica y moral del Tartufo ni la chispeante sutileza de El Avaro ni la fuerza dramática de Don Juan, pero entre el melodrama rocambolesco y la leve intriga amorosa hay una astuta meditación sobre la enfermedad y la muerte y la manera como ambas socavan la vida de las gentes.
Cuando escribió la obra estaba de moda -él había contribuido a fomentarla- incorporar a las comedias números musicales y de danza -el propio rey y los príncipes acostumbraban a acompañar a los bailarines en las coreografías- y la estructura original de El enfermo imaginario es la de una opereta, con coros y bailes que se entrelazan constantemente con la peripecia anecdótica. Pero en este excelente montaje del fallecido Claude Stratz, esas infiltraciones de música y ballet se han reducido, con buen criterio, a su mínima expresión.
Paso dos horas y media magníficas y, casi tanto como lo que ocurre en el escenario, me fascina el espectáculo que ofrecen los espectadores: su atención sostenida, sus carcajadas y sonrisas, el estado de trance de los niños a los que sus padres han traído consigo abrigados como osos, las ráfagas de aplausos que provocan ciertas réplicas. Una vez más compruebo, como en mis años mozos, que Molière está vivo y sus comedias tan frescas y actuales como si las acabara de escribir con su pluma de ganso en papel pergamino.
Viene ocurriendo aquí hace más de cuatro siglos y esa es una de las manifestaciones más flagrantes de lo que quiere decir la palabra civilización: un ritual compartido, en el que una pequeña colectividad, elevada espiritual, intelectual y emocionalmente por una vivencia común que anula momentáneamente todo lo que hay en ella de encono, miseria y violencia y exalta lo que alberga de generosidad, amplitud de visión y sentimiento, se trasciende a sí misma. Entre estas vivencias que hacen progresar de veras a la especie, ocupa un papel preponderante aquello a lo que Molière dedicó su vida entera: la ficción.
Pocos creadores de su tiempo ayudaron tanto a los franceses, y luego al mundo entero, como el autor de El enfermo imaginario, a salir de los quebrantos, las infamias, la coyunda y las rutinas cotidianas y a transformar las amarguras y los rencores en alegría, esperanza, contento, a descubrir la solidaridad y la importancia de los rituales y las formas que desanimalizan al ser humano y lo vuelven menos carnicero. La historia, más que una lucha de religiones o de clases, ha opuesto siempre esos pequeños espacios de civilización a la barbarie circundante, en todas las culturas y las épocas y a todos los niveles de la escala social. Uno de esos espacios que nos salvan de ser arrollados del todo por la estupidez y la crueldad que nos rodean es éste que creó Molière en el corazón de París y no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecérselo como es debido.
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